Cuando uno traspasa la reja metálica de la entrada, se sumerge en una enorme prisión, cuyos reos son inocentes; para empezar, la mitad son niños.
Familias enteras viven en cubículos del tamaño de un contenedor. Estamos a 40 grados, pero no todos tienen aire acondicionado; ni mucho menos. No hay tendederos. No tienen salida de humo. El campo está plagado de estas “viviendas”, lo que reviste de uniformidad casi militar la vida de dos mil personas de unas 20 nacionalidades distintas. No hay médico. Repito: no hay médico.
Para unos 700 niños, existe en el campo un minúsculo tobogán y un solo columpio de dos plazas: algún ingeniero los colocó al sol. Están siempre vacíos.
Los adultos deambulan por el campo. Son la seriedad y la dignidad. Cruces de miradas rápidas que te dicen en silencio: “tu no sabes lo que yo he visto” y tu respondes callado, “qué puedo…
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